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La maduración cognitiva
(vinculada a mecanismos mentales del aprendizaje, el pensamiento, la
inteligencia y la memoria) y la emocional no van necesariamente juntas ni
parejas. La primera responde a ciclos evolutivos que los seres humanos
cumplimos a determinadas edades y que no varían significativamente con la
historia. La maduración emocional tiene que ver con la capacidad de reconocer y
expresar emociones.
Aunque se pueda contribuir con ciertas técnicas de
entrenamiento (sin apurar ni saturar) lo cognitivo sigue tiempos y cursos
naturales. No es tanto lo que se espera allí de los padres y los adultos. Pero
sí tienen responsabilidad esencial e intransferible en la maduración emocional
y en el desarrollo moral.
El modelo de vínculos que los padres establezcan
entre ellos con el mundo y con sus hijos, la forma en que vivan los valores que
proclaman, el patrón existencial que sus hijos vean en ellos (vidas
materialistas, fines que justifican medios o vidas comprometidas con fines
valiosos) contribuirán a la maduración y a que elijan de modo que terminen por
construir vidas con sentido.
Para ello necesitan padres que lideren el vínculo,
que asuman su función de guías emocionales no a través del discurso sino de
presencia y actitudes cotidianas, en pequeños actos, en conversaciones
casuales, en lo que se ve y se comparte. Ni ausencia ni complicidad, ni imposición
arbitraria ni clientelismo afectivo. Padres adultos que actúan como tales
resultan faros confiables y necesarios para hijos que navegan en el ancho y
turbulento mar de la adolescencia.